Exceso de felicidad
- Marcos Jaén Sánchez
- 21 jun
- 2 Min. de lectura

Yo, que inventé la tristeza para dar sentido a la alegría, confieso que no anticipé este problema.
Mi diseño original del Paraíso era perfecto: las flores cantaban en si bemol, los ríos fluían hacia arriba los martes, y los animales conversaban en pentámetros yámbicos. Todo funcionaba dentro de parámetros controlados. Ahora bien, el proyecto incluía un límite de 8,7 unidades hedónicas diarias por habitante. La estructura cuántica del Edén podía absorber esa cantidad de bienestar sin que las leyes físico-morales comenzaran a flexibilizarse. Así consta en los Archivos de Gestión Paradisíaca que mi querido arcángel Metatrón insiste en mantener actualizados (versión 7.0, revisada después del incidente).
Yo había considerado todos los escenarios posibles excepto uno: que mis criaturas superaran la capacidad de felicidad para la cual fueron diseñadas.
Con el tiempo, Adán y Eva desarrollaron un sistema para multiplicar su dicha en progresión geométrica. Comenzaron nombrando las cosas con tal entusiasmo que cada palabra generaba ondas concéntricas de júbilo. Cuando Eva llamó «cielo» al cielo, este se volvió más azul de lo ontológicamente posible. Cuando Adán nombró «amor» a lo que sentía, los querubines tuvieron que usar gafas de sol.
La pirámide de felicidad, tal como la diseñé, constaba de nueve niveles:
contentamiento,
alegría,
gozo,
euforia,
éxtasis,
beatitud,
plenitud,
trascendencia
unidad absoluta (lo que mis consultores técnicos denominan «singularidad hedónica»).
El Paraíso, por razones de integridad estructural, estaba calibrado para sostener solo hasta el nivel seis. Adán y Eva, en su inocente entusiasmo por la existencia, alcanzaron el nueve una tarde de jueves (tiempo paradisíaco) cuando encontraron al mismo tiempo el placer de la risa y el abrazo.
Adán había descubierto que podía hacer reír a Eva imitando el ronroneo de unos roedores con rinitis crónica que me habían quedado francamente mal. Eva, por su parte, había perfeccionado una forma de acariciar la luz del atardecer que producía sinfonías en los adentros de Adán. Su felicidad combinada alcanzó la friolera de 9,2 unidades hedónicas. Los árboles más cercanos comenzaron a dar frutos que sabían a recuerdos hermosos. Las piedras del río empezaron a flotar de puro gozo. Los ángeles improvisaban jazz y las matemáticas desarrollaban sentido del humor. Mi perfecta gravedad paradisíaca se tambaleaba.
Contemplé entonces un dilema que ni mi omnisciencia había previsto: podía rediseñar el Paraíso para soportar felicidad ilimitada (pero entonces dejaría de ser distinguible de Mí mismo), o podía limitar la capacidad de felicidad de mis criaturas (convirtiendo el Paraíso en una contradicción semántica). La serpiente, siempre práctica, sugirió la solución obvia: expulsarlos a un lugar donde la felicidad tuviera sus propios contrapesos naturales.
Así inventé el mundo, con sus lunes y sus facturas por pagar, como sistema de seguridad cósmica. La manzana fue solo la excusa que inventamos más tarde para cumplimentar los formularios, que hay que rellenar por triplicado; Adán y Eva la mordieron con gusto, creyendo que los castigaba, sin comprender que los estaba salvando de cargarse el universo.
A veces os observo desde aquí arriba, midiendo vuestros momentos de felicidad que nunca superan las 6,5 unidades. Cuando alguno de vosotros se acerca peligrosamente al nivel siete, permito que pierda las llaves o que le falle el wifi. Creéis que os expulsé por desobedientes.
Si supierais que os expulsé por competencia desleal.
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