Arquitectura temporal
- Marcos Jaén Sánchez
- 27 jun
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 30 jun

Subió al quinto piso para olvidar y se encontró en el sótano recordando.
El edificio había sido diseñado por Segundo Escher, el arquitecto que aplicó geometría imposible a la construcción práctica, según expuso en sus Estudios sobre Arquitectura Temporal. El portero, que llevaba veintitrés años trabajando allí, avisaba a los recién llegados: las escaleras respondían a las intenciones temporales del usuario, no a la dirección física de sus pasos.
—Si sube pensando en el futuro, llega arriba —murmuraba mientras revisaba su cuaderno lleno de anotaciones contradictorias—. Si sube pensando en el pasado, llega abajo. Lo mismo pero al revés si baja las escaleras. La dirección física es irrelevante; lo que importa es la dirección mental.
Cada piso contenía exactamente el mismo apartamento de paredes blancas, ventanas al este, muebles de madera, estanterías repletas de libros. La diferencia radicaba en cuándo existía esa habitación: el tercer piso mostraba la habitación tal como había sido construida en 1973; el séptimo, como sería renovada en 2039; el sótano segundo, como había sido concebida en la mente del arquitecto antes de existir.
Sobre el plano, el edificio tenía oficialmente trece pisos, pero solo ocho existían al mismo tiempo. Los cinco restantes se materializaban solo cuando dos personas usaban las escaleras con intenciones temporales opuestas: uno subiendo hacia el futuro mientras otro bajaba hacia el pasado. En esos momentos, el edificio se expandía geométricamente para acomodar las contradicciones, creando pisos intermedios como el 4,5 o el 9,7, donde el tiempo se fracturaba en decimal.
Llevaba tres años visitando el edificio cada martes, intentando llegar al piso once, donde según rumores se archivaban los recuerdos que las personas habían decidido olvidar por voluntad propia. Había probado todas las combinaciones posibles: subir pensando en el futuro, bajar pensando en el pasado, subir sin pensar en nada, bajar mientras intentaba recordar su infancia. Cada intento lo llevaba a pisos diferentes, pero nunca al once.
El portero lo observaba con la paciencia de quien ha visto este comportamiento antes.
—El piso once —le dijo por fin— es el único que funciona por ausencia de intención.
Esa tarde decidió irse del edificio sin intentar llegar a ningún lado. Bajó las escaleras atendiendo a la textura de la barandilla bajo su mano, al sonido de sus pasos, a la luz que se filtraba por las ventanas. Al llegar a la planta baja, se dio la vuelta para despedirse del portero y descubrió que estaba en el piso once.
El apartamento era idéntico a todos los demás, excepto por un detalle: los muebles estaban orientados hacia la pared, como si alguien hubiera decidido darle la espalda a las ventanas para siempre.
El portero anotó en su cuaderno:
Martes, 15:47 — Visitante frecuente finalmente llega al piso que buscaba cuando dejó de buscarlo. Confirmación #247 de que el edificio funciona mejor cuando las personas no intentan entenderlo.
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