Manual de herencias verbales
- Marcos Jaén Sánchez
- 28 jun
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 4 jul

Heredó el silencio de su bisabuela y por fin comprendió por qué su abuelo había hablado tanto.
El testamento llegó un martes, envuelto en un sobre que no había sido abierto durante medio siglo. No contenía bienes materiales sino un inventario de palabras jamás pronunciadas, organizadas según el sistema que Cornelius Tacitus describió en su Manual de Herencias Verbales (edición en 1847, tres ejemplares que se perdieron el mismo día).
—Es el único tipo de herencia que el gobierno no puede gravar —explicó la notaria como quien lee instrucciones para armar muebles—. Su familia ha practicado este legado durante cinco generaciones.
Las palabras no dichas estaban clasificadas en siete categorías que formaban, según el diagrama adjunto, una estrella perfecta: silencios de amor, de rencor, de miedo, de vergüenza, de orgullo, de protección y de incomprensión. En el centro, diecisiete «te quiero».
—Cada descendiente puede liberar un máximo de tres silencios por generación. Al hacerlo, asume la obligación de no poder pronunciar jamás esas palabras.
Cada entrada del inventario de palabras jamás pronunciadas incluía fecha, circunstancia y el número exacto de sílabas no dichas. Su tatarabuela se había llevado a la tumba un «te amo» destinado a un hombre que no era su esposo. Su bisabuelo nunca dijo «tengo miedo» aunque había vivido temiéndolo todo.
Su abuelo —ahora lo entendía— había elegido todos los silencios de protección. Por eso nunca advirtió a nadie sobre nada y permitió que sus descendientes volaran lejos, pero también que algunos se estrellaran de forma estrepitosa. También heredó la obligación de callar las verdades que dolían.
Su madre, en cambio, había seleccionado los silencios de orgullo. Jamás pudo decirles a sus hijos que estaba orgullosa de sus vidas normales y corrientes, de sus trabajos modestos, de sus pequeñas alegrías. No pudo hacerles saber que no habían defraudado sus expectativas, que tenía suficiente con que fueran quienes eran, tal como habían nacido, tal como ella los trajo al mundo.
—Debe elegir antes de medianoche —la notaria consultó su reloj—. Los silencios no reclamados regresan a la constelación familiar o se pierden para siempre.
Cerró los ojos. Le aplastaba el peso de cada silencio. Las palabras no dichas tenían masa y ocupaban espacio en la habitación. Eligió primero el «te amo» de su tatarabuela. Luego tomó el miedo de su bisabuelo. Por último, después de dudar entre el orgullo y la incomprensión, seleccionó el rencor de su tía abuela, quien nunca dijo «me equivoqué» después de echar a su hijo menor de la casa.
—Te amo —dijo en nombre de su tatarabuela, y sintió cómo cuatro generaciones suspiraban de alivio—. Tengo miedo —murmuró pensando en su bisabuelo, y comprendió que el miedo compartido pesa menos que el guardado—. Me equivoqué —confesó por su tía abuela, y el aire de la casa se volvió más ligero.
Los silencios restantes volvieron al testamento a la espera del próximo heredero.
Según los cálculos de Tacitus, una familia promedio acumula mil ochocientas cuarenta y siete palabras no dichas por siglo. El proceso puede extenderse indefinidamente o terminar cuando alguien decida romper la cadena pronunciando todo de una vez.
Esa noche escribió su propio testamento de silencios. Incluyó las tres palabras que nunca le dijo a su madre antes de morir, las cinco que se calló en aquel primer trabajo donde le pagaban una miseria, la frase completa que no pronunció el día que su mejor amigo se mudó de la ciudad sin despedirse. Al final, añadió una nota:
Para mi heredero: estas palabras esperan ser dichas.
O no. La elección, como siempre, es tuya.
Guardó el testamento en el mismo cajón donde encontró el de su madre, junto a otros documentos que se remontaban generaciones atrás, una biblioteca de conversaciones nunca tenidas, que solo existen cuando alguien decide no hablar.
Como dice Tacitus en un capítulo que nadie ha leído:
Las palabras no dichas pesan exactamente lo mismo que las pronunciadas, pero ocupan el espacio del aire que no se movió.
Al cerrar el cajón, pensó en su abuelo, que llenaba las reuniones familiares de anécdotas, chistes, palabrería sobre cualquier cosa. Ahora entendía por qué: cada palabra pronunciada era un silencio que no tendría que heredar nadie.
¿Acaso el acto de escribir ese testamento contaba como decir las palabras? ¿O era confirmar su silencio? Decidió que esa pregunta también era heredable. La dejó anotada en el margen, esperando una respuesta que tal vez nunca llegaría.
Del registro de la notaria:
Con cada apertura del testamento se han perdido para siempre catorce silencios de incomprensión, nueve de rencor y la totalidad de los silencios de vergüenza de cinco generaciones. La familia ahora posee únicamente treinta y siete silencios activos, el número más bajo en su historia documentada.
Nota al margen: Las palabras más importantes de una familia son aquellas que se heredan sin pronunciar, se comprenden sin explicar y se transmiten sin romper el silencio que las protege.
Que xulo, Marcos. M'ha agradat molt!
Pero no pronunciaré més paraules, els silencis tenen més valor.