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La señal (un arranque)

  • Foto del escritor: Marcos Jaén Sánchez
    Marcos Jaén Sánchez
  • 15 jun
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 30 jun

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Cuentan que el día en que vine al mundo, ese día que tal vez no fue, empezó como cualquier otro: los repartidores repartieron sus mercancías, los comerciantes abrieron sus comercios, los bares sirvieron cafés con leche, zumos de naranja y croissants. Entretanto, los colegiales corrían por encima de las aceras con la mochila saltando en la espalda, algún cordón sin atar, a la vez que, trepidando debajo de ellos, los metros carreteaban por miles a asalariados semi-inconscientes a los lugares donde habían de sudar su sustento.

En fin, yendo más a lo concreto, dicen los que andaban a primera hora cerca de la esquina de la calle Guacaltepec con la avenida Kropotkin que muy pocos repararon en la alteración menor del paisaje urbano que suponía la nueva señal de tráfico que la Jefatura de Tránsito había colocado con sigilo durante la noche. Era una señal vertical con un símbolo desconocido a la que acompañaban una serie de puntos verdes pintados en el bordillo. Nueva reglamentación de la que nadie sabía nada.

Dos personas de aquella esquina carecían forzosamente de la libertad de ignorar esa innovación regulatoria del tráfico. La primera era Andrea Pierrot, quiosquera vocacional de mediana edad, una señora bajita y mofletuda con el peinado de un niño de doce años, toda carne y amor. Tenía la señal justo delante, irguiéndose sobre su poste en el centro del retazo de paisaje metropolitano que divisaba desde su quiosco. Caso parecido era el del dueño del Bar Andrómeda, don Paco, hombre barrigón y jovial de cuello tan ancho como la cabeza cuyo negocio ocupaba el chaflán. Ninguno de los dos sospechaba el vuelco hacia el que se precipitaba su vida. Y eso que, bien mirado, indicios no les faltaban, según me confesaron años después.

Aquella mañana a la quiosquera le dolía la rodilla como cuando vienen los primeros fríos, sensación que solo empeoró en el momento en que fue a echarle un vistazo a la señal por aquello de a ver qué. No acertó a descifrar el símbolo y los puntitos los mirara por donde los mirara, tan estrambóticos que le dejaron mal cuerpo. ¡Qué raro! Una señal en esta calle, donde todos nos conocemos desde antiguo, pensaba.

En el bar, a todo esto, Don Paco le ponía a mi padre el café en su rincón habitual de la barra. Papá, el agente Gustavo Egospótamos, patrullaba el barrio desde que entró en el cuerpo de la Guardia Municipal después de varios años de bombero. Don Paco lo pilló rebuscando aprisa entre las hojas deterioradas del viejo librillo de ordenanzas mientras mascullaba gruñidos disconformes desde su boscoso bigotón de herradura. Preguntado si había algún problema, papá le quitó importancia y se guardó el librillo. Pero Paco Andrómeda sabía que algo andaba torcido. Papá era un hombre moral, tan firme en la observancia de las normas como obtuso en interpretarlas. Y aquel día estaba de mal humor.

Resultó que en la calle Guacaltepec no quedaban más espacios para el estacionamiento que un hueco debajo de la nueva indicación, donde los puntos verdes, porque nadie se atrevía a estacionar allí. Cada vez que un vehículo remoloneaba calzada arriba y se paraba a inspeccionar el hueco, el conductor acababa por continuar su camino más o menos persuadido.

Pero era inevitable: la semilla infausta tenía que florecer. Andrea Pierrot notó en el pecho el mismo ahogo que solía causarle el cielo blanco de otoño cuando un utilitario aguardó al ralentí más de lo necesario para ponderar el enigma de la señalización. El hueco incitaba a que el conductor intentara acurrucar su coche. La quiosquera quedó en vilo a mitad de la venta de un diario en espera de la decisión. Y sucedió que ese hombre de americana y corbata, bien peinado y afeitado, juzgó que sí podía aparcar. En un tris había estacionado sin apenas maniobra, lejos de sospechar que no llegaría a subir el cristal de la ventanilla antes de que un guardia municipal asomara por allí alisándose el bigote.

—Buenos días, caballero —le saludó papá.

—Buenos días, agente.

—¿No habrá visto usted la señal, por casualidad?

—Sí, claro que la he visto, pero me ha parecido que no tenía nada que ver con la plaza de aparcamiento.

—Ya, la ha visto usted pero le ha parecido que no le afecta.

—La verdad es que nunca me había encontrado una indicación así. No se entiende, sinceramente. Llego tarde a una visita, ¿sabe?

Papá garabateaba en su cuadernillo de multas:

—Ya, no entiende usted la indicación, pero le parece que se puede aparcar porque tiene prisa.

—Si me he equivocado, me voy ahora mismo y aquí no ha pasado nada. Eso sí, hagan el favor de hacer las señales más claras para que luego no haya follones.

Papá añadía otra multa a la anterior:

—Ya, no le parece clara usted una señal vertical redonda y roja con el icono tachado por un aspa.

Estudiándola un momento, el conductor no creyó que fuera redonda, sino más bien como una lágrima invertida. El aspa se inclinaba de manera que podía pasar por las alas de una libélula, por no decir que ni tachaba el símbolo ni estaba clara su función en el diseño. En lo tocante al color, él apostaría por un marrón anaranjado. Papá sacudía el bolígrafo porque se había quedado sin tinta y tenía que continuar redactando la tercera notificación.

—¿Está usted seguro de que hablamos de la misma señal? —preguntó el conductor.

—¡Precisamente, caballero! ¿Por qué ha aparcado usted si no entiende la indicación?

Papá fue arrancando las multas con su cortejo de copias crepitantes, finas como papel de fumar, el formulario blanco para él, el amarillo para Jefatura, el salmón para el sancionado. El conductor buscaba el mejor acomodo para su trasero delante del volante, agobiado por la americana y la corbata. Se calentaba por momentos. Mi padre le había pillado por sorpresa pero por fin salió del letargo:

—Me parece que me toma usted por un frescales.

—Eso está fuera de mi jurisdicción. A mí solo me incumbe usted como infractor. El desconocimiento de la ley no exime de cumplirla —vertió ventanilla adentro un alud de papelitos salmón que salieron automáticamente expulsados por el conductor.

—¿Y por qué no puedo aparcar aquí? ¡Todavía no me ha dicho qué significa la señal!

—¡Estamos buenos! —otra multa, escrita sin mirar— ¡Como si tuviera que probar que conozco el código de circulación!

—¡Claro que sí! ¡Estamos buenos si puede usted poner multas así porque sí!

—¡La cuestión es que estaciona usted a lo loco, sin la menor conciencia sobre si puede o no! —arrancaba las notificaciones con tal pasión que no sabía qué colores se embutía en el bolsillo y cuáles le tiraba al conductor en la cara.

—¡Esa es la cuestión justamente! ¡Que la norma de esta señal no la conoce ni usted! ¿Cómo va aplicar la ley si no sabe cómo es?

Siguieron volando los papelillos blancos, amarillos y salmón adelante y atrás en medio de un duelo de voces cada vez más fuerte y más agrio según los delitos escalaban al orden de la resistencia a la autoridad, contestados por acusaciones de abuso de poder. Más de una vez papá estuvo a punto de pasarle por la cara el librillo de ordenanzas al conductor, pero luego recapacitó y se contuvo, no fuera que al otro se le ocurriera hojearlo para ver qué constaba acerca de la señal. A mediodía aún seguían allí.


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