La señal (continuación)
- Marcos Jaén Sánchez
- 1 jun
- 20 Min. de lectura

El conductor se llamaba Matías Sin y era un vendedor inmobiliario, padre flamante de mellizos y esposo de una próspera acuarelista en activo. Tuvo que pasar su agenda de visitas a otro día a golpe de teléfono en tanto que mi padre se comunicaba con Jefatura para que le enviaran más cuadernillos de multas (pidió una caja). Las bolas de papel se acumulaban a sus pies con denuncias que trascendían el incumplimiento de tráfico para entrar en categorías dudosas, aunque con perfecto sentido para papá en su calentón:
Miopía señalética,
Vocabulario pobre,
Mala dentición,
Uso desproporcionado de consonantes obstruyentes fricativas en la expresión oral con evidente intención proyectil.
Los curiosos se detenían a chafardear, más de uno en la impresión de que presenciaba teatro callejero y que al final se pasaría la gorra.
Cerca de la hora de comer el debate versaba grosso modo sobre los fundamentos de legitimidad del poder, que si emana de la voluntad popular o de procedimientos que garanticen la igualdad. Lo discutían con sus propias palabras, claro está, más directos, un poco a gritos y soltando alguna palabrota.
A esas alturas Andrea Pierrot empezaba a estar un poco harta y fue a decirles que no fueran críos y dejaran de discutir. No solo no le hicieron caso, sino que pidieron a don Paco que les acercara unos bocatas. Con el final de las jornadas laborales, conforme se liberaban a las aceras miríadas de empleados, la esquina se fue abarrotando y se formó un corrillo de espectadores. Andrómeda se frotaba las manos, eran muchos los que de paso decidían tomar algo en el bar.
La quiosquera advirtió entre el público a un conocido que vivía en una finca aledaña y que seguía la querella con interés, su viejo amigo Antonio Silmaril. Jubilado y viudo reciente, el trabajo de toda una vida como librero de segunda mano le convertía a ojos de Andrea Pierrot en un sabio, el experto absoluto. Le costó poco convencerlo para que interviniera así como que después los querellantes lo aceptaran, porque exageró sus credenciales como le dio la gana. Por experiencia y edad, defendió Andrea, el señor Silmaril podía aportar el criterio externo e independiente para encontrar una solución intermedia antes de que les pillase la hora de la cena.
Puesto que se había hablado de la voluntad popular y el poder, el librero jubilado arrancó su intervención, con la venia, echando de ver que la voluntad popular no era una sola cosa sino muchas.
—Las personas discrepamos en opiniones e intereses —dijo— y no es posible identificarnos bajo una única voluntad.
Recomendó prudencia a la hora de afirmar que la mayoría siempre tiene razón, porque eso es lo mismo que tenerla por infalible. Y a su juicio una suma de puntos de vista no podía establecer quién tiene la verdad.
—No hay más que ver cuántas veces se equivoca.
Alabanzas de la gente, comentarios por lo bajo, algunos de acuerdo y otros no, satisfacción general por la solidez de los argumentos. La cosa promete, vamos a quedarnos un rato más.
Lo que sucedió entonces nadie lo hubiera podido anticipar. Saltó a la palestra una cuarta voz, la de alguien que había estado escuchando desde el mediodía, cuando trajo los bocadillos del bar, enviado por su padre: el jovencísimo Francisco Andrómeda —Paquito para quienes le conocimos bien—.
A pesar de haber nacido con un talante contemplativo y afín a las teorías, Don Paco le había obligado a cursar Odontología, una carrera que aborrecía y que acabó dejando. Ahora ayudaba en el bar y hacía de voluntario en entidades de acción social. Era alto y un poco cargado de espaldas, con acné y nariz de gancho, nada de lo cual interfería con lo que tenía que añadir en lo tocante al problema del poder. Que en democracia el problema no es saber quiénes son los titulares del poder. Que el problema es de ejercicio, porque el poder en realidad es de quien lo ejerce.
—Entonces la pregunta que tenemos que hacernos es: ¿quién manda aquí?
Aplausos de un público entregado en cuerpo y alma. Los dos nuevos oradores, abrazados por el calor de la audiencia, siguieron cruzando contrarréplicas que dejaron tiempo a que el conductor y el agente picaran alguna cosilla. No se podía dar un paso en aquel trozo de calle. Cuando se encendió el alumbrado público resultó que la luz de una farola señalaba el escenario de la discordia con la prestancia de un foco de teatro. Don Paco sacó mesas y sillas para montar una terraza improvisada.
Más o menos a esas alturas entré yo en la historia. Mira, ahí estoy, en la barriga oronda de mi madre, que se abre camino a través del gentío apartando cuerpos con el ímpetu de un buldócer, chorreando de sudor, sofocada, a punto de estallar. Acaba de bajar de un taxi. Le han dicho en Jefatura donde está su marido.
—¡Gustavo, he roto aguas! —apuntaló sus castigados riñones con los brazos en jarras al plantarse delante de mi padre—. ¡Tu hija ya asoma la cabeza!
—Pandora, cariño, ¿no puedes aguantar un poco?
El conductor intervino intentando abrir la puerta de atrás:
—Suba, yo la acerco al hospital.
—¡Eso ni hablar! —protestó papá— Este coche está intervenido por la autoridad municipal. Paquito, dile a tu padre que llame a una ambulancia.
Mamá era todo dientes sobremanera afilados.
—Gustavo, no me hagas esto.
—No te pongas así, mujer. Acabamos en un momento.
Mi madre se quedó petrificada. Una lágrima rabiosa le asomaba en el rabillo del ojo. La rescató Andrea Pierrot, quien, no acabando de creer lo que veía, llegó bufando y enseñando las uñas en plan felino selvático, la acogió en sus brazos y se la llevó a descansar en una silla del bar. Antes de irse, mamá le soltó a mi padre:
—No esperes que vuelva a dirigirte la palabra.
Y doy fe de que cumplió su promesa.

Las hojas de los árboles cogían colores de mezcla preescolar de crayones y luego tonos de casquete de obispo en el chaflán Guacaltepec/Kropotkin hasta que el otoño las soltaba en caída libre y el viento las barría igual que noticias de ayer. Las ramas desnudas soportaban el invierno con entereza tibetana para volver a emperifollarse, divas temperamentales, al llegar la primavera, dando sombra a los litigantes en torno a la señal.
Cuentan que mi madre, Pandora Braun, me llevó a conocer a papá cuando se le acabó el permiso de maternidad y tuvo que volver a su trabajo de enfermera. En aquel tiempo Antonio Silmaril había sido trasladado a una silla que le trajeron del bar en atención a su edad. Como hecho de tela rugosa, reseco y además sietemesino, necesitaba cuidados más atentos que los demás, lo cual no se guardaba de recordarle su hija Clara cuando se quedaba traspuesto al raso.
El público se multiplicaba en los festivos, cuando acudían vendedores de helados, globos y almendras garrapiñadas que voceaban sus productos para enojo de don Paco, quien había obtenido permiso para consolidar la terraza e invertido un capitalito en ampliar la carta y el personal. Como mi padre se ausentaba del debate el tiempo justo para darme de comer o cambiarme la ropa sucia, mis primeros recuerdos dan preferencia a los brazos de Andrea Pierrot, los tiernos tarareos de canciones que nunca he vuelto a escuchar. En ese mundo populoso y de barullo inconexo, siempre vivaz, transcurrió mi primera infancia, que fue la de una niña feliz.
En las noches de verano despejadas Clara Silmaril —nervuda y rubia— conseguía que su padre se retirase un tanto para ir a descansar en el patio interior del bar Andrómeda. Yo les acompañaba a menudo y el señor Antonio me enseñaba los caminos de las estrellas. Nunca me perdería si sabía encontrar la estrella más importante del cielo, la que permanece en el mismo sitio sobre el horizonte norte durante todo el año.
—Mira, aquel es el carro —indicaba su dedo trémulo—. La parte de atrás la forman dos estrellas que se llaman Dubhe y Merak. Imagina una línea que las une. Luego imagina que esa línea se alarga una, dos, tres… hasta cinco veces. Vamos en busca de ese pequeño cazo que está invertido encima del carro. ¿Ves la estrella a la que hemos llegado? Esa es Polaris.
Ahí estaba la estrella con la que siempre podría contar. ¿Siempre, señor Antonio? Bueno, siempre es una palabra muy fuerte. La Polar no siempre indicará el norte, porque cada año el eje de rotación de la Tierra se desplaza un grado. La estrella del norte que veían los egipcios cuando construían las pirámides era Thuban, en la constelación del dragón. Pero, vamos, va a durar tiempo suficiente.
—Hombre, si esos son los plazos.
—Hazme caso: síguela siempre. Es más precisa que cualquier brújula.
La edad de ir caminando sola al colegio me llegó al poco de que nos mudáramos cerca de Guacaltepec/Kropotkin. Por esa época asumí con gusto la tarea de llevarle a mi padre el bocadillo del desayuno. Solo mamá se lo preparaba como a él le gustaba, cada día sin falta a pesar de no dirigirse la palabra y por más que los litigantes tuvieran barra libre en el Andrómeda —corría por cuenta de don Paco que no les faltase de nada—. Bien temprano yo me desviaba del camino al colegio para la entrega y aprovechaba para escuchar un rato, cada vez más despierta ante los argumentos sobre la naturaleza de la verdad o si el relativismo es una prevención razonable o una forma de cinismo.
Se acercaba mi siguiente cumpleaños y yo creo que fue el despertar de mis sentidos el que me condujo hacia algo que no había advertido con anterioridad. Festejamos en el bar con los Sin, los Silmaril y los Andrómeda. Ninguno de ellos vacilaba a la hora de situar el día de su nacimiento excepto yo, que me daba cuenta de que cada año celebrábamos mi cumpleaños en un día distinto, semana arriba semana abajo, como a ojo.
Ante mi confusión, mis padres intentaron convencerme de que no era cierto. Tu cumpleaños es hoy, no le des más vueltas. Zanjaron el tema más bien en falso, preocupados sobre todo en evitarse mutuamente. Pero yo sabía que me engañaban. No me lo había inventado. Algo sucedía con mi cumpleaños, quizás el recuerdo de mi nacimiento se había perdido en el fragor de su pelea y esa era una falta que no podían admitir.
Atravesé la celebración como alma en pena. Un desastre de fiesta. Clara Silmaril, siempre atenta al padecimiento invisible porque ella misma vivía acomplejada en silencio por su altura, por lo cual encorvaba la espalda para parecer más baja, alertó a su padre para que viniera en mi auxilio. El señor Antonio me apartó de la agitación llevándome a nuestro refugio en el patio trasero.
—No hay que hacer mucho caso a las cuentas que hace la gente. Razonamos por aproximación, usamos atajos de juicio, reglas generales —aseguró, de nuevo bajo el cielo nocturno—. No te puedes fiar ni de los relojes ni de los calendarios. Sin ir más lejos, cada día tiene una duración distinta y los años duran según como los midas.
«Y me explico», añadió, para luego lanzarse a cumplir lo prometido.
La Tierra es una peonza inclinada que se bambolea sobre su propio eje en un viaje sin fin alrededor del Sol. Un año es el tiempo que tarda en dar una vuelta completa. Pero resulta que la duración de la vuelta depende del punto que se tome como inicial.
Los astrónomos usan la referencia de las estrellas porque están tan lejos que pueden considerarse fijas. Su cálculo, el año sideral, es el más preciso: 365 días 6 horas 9 minutos 9,76 segundos. Ahora bien, desde la Antigüedad nos ha llegado otra manera de calcular el año: la observación de Sol, que servía a los antiguos para predecir el cambio de las estaciones, la siembra y la cosecha. Resulta que esa medida, el año solar, es 21 minutos más corta que la sideral.
Añádele a eso que la Tierra siempre acaba su vuelta un poco antes, con lo cual cada año las estaciones comienzan más pronto. En suma, existen dos tiempos a la vez: el tiempo de las estrellas y el tiempo del sol. Su diferencia acumula desfases contra los que el hombre no ha dejado de luchar.
El primer calendario solar conocido fue el egipcio. Como no contaba con la diferencia sideral, cada cuatro años perdía un día. Con el tiempo los acontecimientos que debieran ser periódicos iban errando por los meses del calendario, las fiestas del verano se acabaron celebrando en invierno. Al cabo de mil cuatrocientos años se había perdido un año entero.
Los romanos sabían que la solución era simple: añadir ese día adicional cada cuatro años antes de que se perdiera solo. Un año de cada cuatro tendría 366 días. Sería un año bisiesto. Una vez aplicada esa solución, la Humanidad pudo respirar tranquila. Pero solo por el momento: aunque la diferencia era reducida —solo tres días perdidos cada cuatro siglos—, seguía existiendo. Tardó más de un milenio en acumular un error de 10 días, cuando la primavera llegó casi en febrero.
Los renacentistas estudiaron el problema hasta que lograron reducir la pérdida a 26 segundos al año, lo que arrojaba un error de un día cada tres mil años —para ser más precisos, 3323 —. Afinar más era imposible. Durante un periodo tan largo la rotación de la Tierra variaría la velocidad y se crearían nuevas diferencias que habría que rectificar con nuevos métodos aún inimaginables.
—En los días que solo existen una vez cada cuatro años o cada cuatro siglos o cada cuatro milenios nacen generaciones enteras engendradas por las matemáticas de lo improbable —dijo Antonio Silmaril—. ¿Se conoce entre ella su gente? ¿Se ha dado nombre? La generación de los tres mil años, la humanidad bisiesta... ¿quién sabe? Muchos nunca llegan a cumplir un año y es imposible saber qué edad tienen, podría ser que vivieran para siempre. A mí me parece que esas personas han de nacer con una sensibilidad especial que les da la capacidad de advertir las relaciones más sutiles entre las cosas. Aunque también puede ser que no, que malgasten su vida dando tumbos en una confusión nefasta, incapaces de saber quiénes son ni qué hacen aquí, buscándose unos a otros sin darse cuenta, exploradores improbables de las generaciones milenarias. Aunque igual tampoco: igual no es ninguna de las dos o igual las dos suceden a la vez. Yo no podría decirlo porque no pertenezco a ese mundo. Pero me da en la nariz, Helenita, que tú lo sabrás algún día, si te encuentran o tú los encuentras a ellos.

En el instituto mi cabello se volvió loco y explosionó en rizos negros, selváticos, que buscaban la libertad en todas direcciones y, por contraste, hacían resplandecer mi cara pálida de mejillas encarnadas. Mi cuerpo femenino desarrollaba conciencia propia y se expandía y abultaba en formas insospechadas, ajeno a mi voluntad. ¿Qué miraban los que se contorsionaban para girarse a mi paso? ¿Qué les turbaba de mi desenvoltura?
Andrea Pierrot me permitía consultar los libros divulgativos de las colecciones de quiosco para redactar mis trabajos de instituto. Paquito Andrómeda me ayudaba con las ciencias sociales y Clara Silmaril con las naturales, aunque cada vez pasaban más rato mirándose de reojo. Si empezaban a hablar, se ponían a reírse de soberanas tonterías, y yo los dejaba solos para ir a colarme en la disputa de la señal e intervenir si se terciaba.
Había escuchado a unos defender el orden y a otros la libertad como si los dos se justificaran por sí mismos. Ninguno hablaba de la igualdad. Pero a menudo más libertad o más orden aumentan la desigualdad y más igualdad limita la libertad o subvierte el orden. Ese es el conflicto más básico donde hay que saber de qué lado se está. Y a mí me parecía que había que estar del lado de la igualdad. Así exponía yo mis reflexiones mientras papá me escuchaba de perfil y el señor Antonio se hinchaba, encendido de orgullo, con pinta de farolillo oriental.
No solo el viejo vendedor de libros me instruyó para orientarme en el espacio, sino también en el tiempo.
—Óyeme una cosa: ¿tú crees en el horóscopo?
—No, señor Antonio, ¿cómo voy a creer?
—Pues tiene su utilidad, aunque no como piensa la gente. Se lee el horóscopo para conocer el futuro en lugar de preguntarle lo que puede decir sobre el presente, que es, si acaso, de lo que puede decir algo.
El Sol, en su viaje por el cielo visto desde la Tierra, recorre una serie de constelaciones que pueden observarse a simple vista por la noche y son muy estables. Hoy la ciencia las usa para sus mediciones, los antiguos las unieron con líneas imaginarias y les dieron formas. Creían que el cielo era una bóveda y que dioses, héroes y monstruos acababan proyectados en ella, suspendidos en la eternidad: el toro, el escorpión gigante, el centauro… Desde entonces acudimos a menudo a esos seres, que la astrología ha convertido en los signos de zodiaco, en busca de respuestas a las preguntas que siempre nos preocupan. Ellos le dicen a cada cual lo que quiere oír, pero al que sabe mirar le dan una respuesta segura: en qué mes del año estamos, porque revelan en qué punto está la Tierra de su vuelta alrededor del Sol. Si levantas la mirada del ajetreo que nos aturde, Helenita, también encontrarás grabado en lo alto un mapa del tiempo.
Después de esa explicación, nos aficionamos a contar los meses de ese modo por entretenimiento. Así lo hacíamos cuando llegó el momento en que, transitando el sol por el centauro, empezamos a preparar la cena de fin de año, que nos tenía que reunir dentro del bar de Don Paco porque el frío arreciaba sin piedad. Sucedió entonces que empezaron a emitirse previsiones que alertaban sobre la peor nevada de los últimos cuarenta años, una tempestad de hielo que podía resultar catastrófica. Se recomendaba que la población permaneciera en casa. La ciudad no estaba preparada y fácilmente podía entrar en colapso.
Los teléfonos ardieron en las orejas de los familiares Guacaltepec/Kropotkin. De algún modo se instaló en nuestras cabezas la seguridad de que si aquella fuerza superior no forzaba a los contendientes a abandonar su litigio nada ni nadie podría conseguirlo. No debíamos desperdiciar la oportunidad. En el momento en que los titulares clamaron que el desastre era inminente —¡La tormenta llega mañana!—, acudimos sin perder tiempo a la esquina, puestos en pie de guerra, para hacerlos entrar en razón.
—¿Y tu lumbago, Matías? —reprochó la acuarelista a su marido— ¿Y la rinitis crónica con que me dabas la nochecita?
Matías tuvo que bregar con el volumen que había desarrollado por falta de movimiento antes de salir del volante y tambalearse hasta al maletero. De allí sacó la manta eléctrica que siempre llevaba por sus temas de salud y dijo que podían apretujarse los cuatro dentro del coche durante la tormenta. Don Paco tiraba ya un alargo desde el bar para dar corriente a la mantita, operación que tuvo que abortar al punto ante la rebelión de su propia familia, que fue en tromba contra él.
A todo ello Clara Silmaril lidiaba con su padre:
—Pero, papá, ¿tú crees que tienes edad para aguantar una nevada dentro de un coche?
Antonio tosía y esputaba flemas como canicas desde que la helada apretara en serio. Alguien acababa de llamar a una ambulancia para que se lo llevara directamente al hospital. Pero en cuanto él oyó la sirena, se amarró al poste de la señal con una cadena que le prestó Matías y juró que de ahí no le sacaba nadie.
—¡Para nevadas, las que viví yo haciendo el servicio militar en las faldas del Maharisni!
Entonces fue cuando pitó haciendo vibrar el guisante el silbato del agente de la autoridad Gustavo Egospótamos y todo el mundo sintió que una aguja de coser le perforaba el oído. Todavía nos dolía cuando papá mandó la ambulancia de vuelta y concedió permiso municipal para conectar la manta a la farola. Con ello logró echarse encima un alud de improperios que lo culpabilizaron de mil desgracias sin que él pareciera afectado. Lo que sí consiguió agarrotarlo en una parálisis súbita fue otra cosa: mi madre, a quien acababa de descubrir plantada en la acera.
Mamá había pedido permiso para salir del hospital antes de acabar su turno y había llegado trayendo un anorak y un termo de café caliente justo a tiempo de presenciar a mi padre arruinando toda esperanza de llegar al fin de aquella situación. Los dos apretaban los labios en la distancia echando una especie de pulso etéreo, indiferentes a la nieve que empezaba a caer, que los punteaba de blanco y los volvía aún más fríos, más lejanos y a la vez frágiles como el cristal de hielo de simetrías prodigiosas y propias de otro mundo, ese cristal que se rompe solo con tocarlo como se deshace un sueño al despertar. En silencio, mamá me entregó el café y el anorak y se fue por donde había venido. Papá hizo ademán de ir tras ella, pero solo quedó en eso.
Finalmente la nevada no fue para tanto, ni catástrofe ni colapso: una noche blanca como hacía mucho que no se veía en la ciudad, una noche hermosa en realidad. La nieve cayó tan plácida que Paquito y Clara salieron a jugar en la calzada desocupada saltando para atrapar los copos lo más alto posible, atrapados en cuerpos de edad discordante. Al parar para tomar aliento, jadeantes, divertidos, rubicundos, se dieron cuenta de que se habían cogido de la mano y que se acercaban, se acercaban, se acercaban necesitados para respirar del vaho que exhalaba el otro. Nadie les prestó atención, salvo quizás yo, alerta a esas relaciones sutiles entre las cosas de las que hablara el señor Antonio. Si algo se llevó por delante aquella noche fue el matrimonio de mis padres. No volvieron a encontrarse jamás. ¿Me dio pena? No lo sé. Nunca los había visto hablar.
Antes de irse a las misiones mamá dejó el piso a mi nombre. Había quedado prendada del trabajo de las Pedigüeñas de San Pacomio viendo un documental de la tele. En pocos meses desmanteló su vida anterior y se cambió por otra persona: sor Pandora. Mi padre firmó los papeles del divorcio creyendo que se trataba de una encuesta. Sin comerlo ni beberlo me encontré viviendo por mi cuenta, única responsable de mí misma, Helena Egospótamos, en un universo de ruido que no sabía interpretar.
Para retrasar la vuelta a un hogar yermo, me dejaba atrapar por la noche en el patio del Andrómeda estudiando las constelaciones según me había enseñado Antonio Silmaril. Las luces de la ciudad cambiaban a veces sin motivo aparente, como si un capricho alterara el trazado urbano, pero las estrellas no, las estrellas eran de fiar. Leía las constelaciones como los resplandores de una ciudad invertida en la que siempre podría orientarme. Esperaba que por esas calles estelares llegaran hasta mí los exploradores de la generación de los tres mil años, los miembros de la humanidad improbable que viajaban por el firmamento con la misión de recoger a sus hermanos perdidos y llevarlos al mundo sideral, constante, fiable, un mundo cabeza abajo más allá del mundo solar. Esperaba que me llevaran con ellos, que me rescataran, porque yo no estaba donde tenía que estar. Era una criatura de transición, sin forma acabada de cuajar.
La vida se llenaba para los demás mientras a mí se me vaciaba. Con la vuelta de los días cálidos Paquito y Clara iban a estallar. Se presentaron delante de Antonio Silmaril cogiéndose de la mano, todo dientes y rubor, una central nuclear de felicidad. No fue necesario que se dijera más. El enlace se celebró allí mismo pocas semanas después, oficiado por un funcionario del ayuntamiento. Una larga mesa en forma de U acogió el banquete en torno a la señal. Ni siquiera entonces fue posible que papá se sentase al lado de Matías Sin: hasta que se demostrase su inocencia no se permitía confraternizar con él.
La música embriagó a los invitados con la efervescencia de estar vivos en aquella velada jubilosa que se prolongó hasta las tantas, mientras que yo veía a mi padre incapaz de levantarse, machacado por la intemperie, la lucha perpetua, la pérdida segura. Matías se había vuelto voluminoso y fofo, a Paquito le clareaba el cabello, Antonio Silmaril era un saco de huesos.
Festejábamos agarrados a la piel de la esfera terráquea con ansia de garrapatas al tiempo que a ella se le escarchaba un hemisferio y se le quemaba el otro, se moría de ganas de descansar el peso en el lado opuesto y encima iba tarde. Agachaba la cabeza para zambullirla en los rayos del Sol, luego se estiraba hacia atrás para calentarse los pies. Apretaba la carrera revolviendo su vestido de nubes, se bamboleaba a su estrafalario estilo, bufaba para ventilar su esfuerzo, perdía la elegancia, sabe mal decirlo. Total, para nada. Nunca lograría recuperar los 21 minutos que las garrapatas juraban que llevaba de retraso.

Las piezas estaban listas sobre el tablero para el último movimiento, la única jugada que restaba, que no supimos ver porque mirábamos a otro lado.
El discurso de Paquito Andrómeda había decaído desde la boda. Clara le hacía perder el hilo comentándole viajes de luna de miel e intentando llevárselo al apartamento que había amueblado ella sola. Él se repetía y zozobraba entre lo espeso y lo difuso. Tenía la cabeza en otra cosa. Entre tanto, su suegro se arrellenaba en un butacón traído de casa, desaparecido dentro de su bata y sus pantuflas. El señor Antonio se había ido sumiendo en sí mismo, echaba siesta de horas, si lanzaba algún ronquido era posible que se tomase como una petición de palabra para luego resultar que la cabeza se le había descolgado hasta la barriga, lo cual su yerno se apresuraba a rectificar con la mayor ternura.
Un día el antiguo vendedor de libros quedó exhausto después de una intervención deslumbrante que había recordado a todos su esplendor de otros tiempos. El derecho como límite: el Estado está al servicio de los ciudadanos y no los ciudadanos al servicio del Estado, pero para poder ser libres hemos de someternos a la ley. Ahora bien, en democracia solo es lícito someterse a la ley que nos damos nosotros mismos.
—Nos sometemos —afirmó—, pero de manera interesada: nos autolimitamos para que el otro se autolimite recíprocamente. Solo así es posible la vida en comunidad, el equilibrio entre lo inmutable y lo humano.
Se derrumbó en la butaca, exprimido hasta el hueso. Fue honrado con elogios y aplausos, aunque tampoco faltaron las miradas inquietas ante la mengua de sus fuerzas. Él agradeció con su humildad natural —sonrisa débil, saludo tembloroso—, se quitó la dentadura, la envolvió en un pañuelo, se la guardó en un bolsillo de la bata, anuncio tácito de que se tomaría un descanso. El sopor arrasó con él de manera fulminante.
Por lo común reposaba una mañana o una tarde, media jornada a lo sumo, pero en aquella ocasión llegó a dormir durante dos días. No lo molestaron, procuraron bajar la voz incluso, persuadidos de que la siesta le hacía bien. Al tercer día se dieron cuenta de que no respiraba.
La noticia me pilló en el instituto con una llamada de teléfono. Nadie pudo impedir que lo dejase todo y saliera volando por las aceras grises, contorsionándome para sortear los peatones, descompuesta por el violento esfuerzo de una carrera que me esculpía en la cara un rictus de dolor como de picadura de serpiente. Cuando alcancé la esquina el corazón me aporreaba el pecho: no encontré más que un butacón vacío. Se habían llevado a Antonio Silmaril dentro de una bolsa.
Silencio a la sombra de la señal, miradas por los suelos, rostros sin color. El bar desierto y con la persiana a medio bajar. Andrea Pierrot se acercó deshecha en ternura. La ungía una corona de nieve pues había prometido no teñirse las canas hasta que el litigio diera a su fin.
—¿Lo dejamos en tablas? —propuso.
—Si es que se veía venir —murmuró papá por lo bajinis—. Sietemesino.
—Sería más bien la edad. Claro, las horas al fresco… —contestó Matías Sin.
—Sin embargo, qué cabeza tan lúcida. ¡Su último argumento!
Bueno, quizás, pero vamos a ver, cuando había afirmado que hay que someterse a la ley para ser libre, habría de ser si el derecho puede reformarse, pues de lo contrario no es derecho sino abuso. Porque, claro… Ya estaban polemizando otra vez. Aunque ya no era lo mismo: discutían sin alma, por quitarse la razón, porque sí. Era el principio del fin.
Fui incapaz de volver por allí hasta que Clara se llevó la butaca. Tampoco ninguno de los querellantes se duchó ni se cambió de ropa ni se cortó el pelo o se afeitó desde que el sabio librero los abandonara. Decía don Paco que apenas probaban bocado y que más que discutir, se lanzaban reproches como un matrimonio aburrido.
Comiendo un día con Andrea Pierrot en la terraza del Andrómeda, vimos una furgoneta de Tráfico que traqueteaba por la calle Guacaltepec, la carga golpeteando en la trasera con soniquete metálico. Enmudecimos al ver que se detenía donde la señal. Por fin llegan los refuerzos, dijo mi padre, porque había reclamado una brigada antidisturbios diez años atrás. Sin embargo, en lugar de los efectivos que esperaba, se apearon dos operarios con monos reflectantes que se pusieron a descargar aparejos de la trasera apremiados por la jerga marciana que crepitaban en la radio de la Jefatura.
Aporrearon los martillos y zumbaron los destornilladores eléctricos durante los trabajos escalera arriba, escalera abajo para desarmar la señal y cambiarla por otra nueva. Los operarios remataron pintando de gris el bordillo para tapar los puntos verdes. Una vez listos, cargaron de nuevo las herramientas, volvieron al volante, portazo y acelerón. Lo último que se vio de ellos fue que giraban por Kropotkin con un volantazo del que protestaron los neumáticos.
Era una señal distinta: una rueda dentada de color violeta. Acudimos a investigarla en tropel. Pronto los ojos se entornaron. Andrea murmuró una palabra malsonante y se fue al quiosco. La nueva indicación tenía tanto sentido como la otra.
Los querellantes le dieron la espalda para deliberar. El problema era que no tenían palabras, las habían gastado todas. La despedida fue breve: Paquito Andrómeda se fundió en abrazos con los demás y después los dejó solos. Matías Sin presentó las manos para recibir las esposas.
—Antes la cárcel que volver ahí dentro —le dijo al agente Gustavo Egospótamos.
Papá se mesó las barbas —ya monacales— con un aire que quería parecer profético aunque no era más que le picaban. Le sabía mal confesarle al malhechor que no tenía esposas, era un guardia municipal. Hizo una mueca rara y luego un gesto vago con la mano, el gesto de borrar algo escrito en el aire, acaso un error. Solo después de ese exorcismo privado se sintió capaz de dar su veredicto. Dijo:
—Disuélvanse.
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