top of page
Buscar

La Gioconda REDUX (Edición Coleccionista)

  • Foto del escritor: Marcos Jaén Sánchez
    Marcos Jaén Sánchez
  • 14 jun
  • 7 Min. de lectura

Cuando la Gioconda decidió hablar al fin, lo primero que dijo fue:

—Leonardo tenía razón sobre ustedes. Todo está saliendo exactamente como él predijo.

Y volvió a sonreír de esa manera que ahora sabíamos significaba lástima. Porque ella ya sabía todo lo que iba a pasar y se maravillaba viendo cómo pasaba.

 

A las 3:17 de la madrugada de un martes, Jean-Baptiste Berger comprendió que llevaba veintisiete minutos mirando fijamente los labios de la Gioconda sin parpadear. No era la primera vez. Desde el descubrimiento, sus insomnios lo traían aquí, a la Sala de los Estados vacía, donde el silencio del museo adquiría una densidad líquida.

La sonrisa había cambiado. No para los sensores —dos mil trescientos instrumentos de precisión nanométrica confirmaban que la curvatura permanecía idéntica desde 1503—, sino para él. Ahora sabía que esa sonrisa no era enigmática. Ahora conocía su significado.

Berger palpó en su bolsillo el papel doblado. La predicción número 847. No se atrevía a leerla de nuevo:

Jean-Baptiste Berger, nacido en París en 1982, sostendrá el futuro de la humanidad mientras cuenta las pecas en el rostro de su hija moribunda. Elegirá el silencio.

Moribunda, decía… Éloïse tenía quince años y una leucemia linfoblástica que los médicos llamaban «desafiante».

—No debería estar aquí —murmuró, y su voz rebotó contra el cristal blindado.

La Gioconda no respondió, por supuesto. No todavía. Según Pierre Menard y su equipo de criptoacústicos, las microvibraciones en el óleo seguían patrones cada vez más complejos. Pronto formarían palabras. La primera pintura parlante de la historia, y él era su guardián. O quizás su prisionero.

Berger se acercó hasta que su aliento empañó el cristal. En el reflejo superpuesto, su rostro y el de Lisa Gherardini se fusionaron por un instante. Cuarenta y siete años mirando cuadros, creyendo que el arte existía para hacer preguntas, no para dar respuestas. Y ahora esto.

El móvil zumbó. Un mensaje de Menard:

Las vibraciones se aceleran. Intenta decirnos algo.

Berger tecleó casi sin mirar la pantalla:

Que espere. Ha callado durante cinco siglos.

El asunto había comenzado tres semanas antes, durante una restauración rutinaria. Pierre Menard, especialista en Criptoacústica Renacentista (disciplina que él mismo había inventado para justificar su salario), detectó algo imposible: el óleo vibraba siguiendo patrones matemáticos.

—Es como si la pintura estuviera... hablando —murmuró Menard mientras ajustaba sus gafas.

—Excelente, ¿y qué dice? —Berger había sonreído con condescendencia.

Estudios posteriores concretaron que vibraba siguiendo patrones del Código da Vinci —no el novelesco, sino el verdadero, documentado en los Archivos Proféticos Vincinianos (Biblioteca Secreta Vaticana, Índice Prohibido, Sección Ω)—. Con la ayuda de ese texto, el equipo de Menard logró decodificar una primera serie matemática. Reveló la fecha, la hora y las coordenadas exactas donde estaban parados en ese momento. Al segundo siguiente, una paloma entró por la ventana, dio tres vueltas, y cayó muerta a sus pies.

Se miraron perplejos. ¿Habían presenciado una suerte de predicción? ¿La fecha, la hora y el lugar en que un ave se colaría en el museo y moriría del susto?

El ave… El ave despertaba algo en el vasto almacén bibliográfico que era la memoria de Berger. Finalmente se acordó: el Codex Ornithomanticus. Pero, ¿acaso no era un texto de leyenda, un invento?

Consultando con colegas en el más estricto secreto, confirmaron lo impensable: en una cámara sellada desde 1519 bajo Santa Maria delle Grazie, se conservaban los trece volúmenes del Códice Ornitomántico de Leonardo. Al parecer, el genio había perfeccionado un sistema de «ornitomancia matemática»: el análisis algebraico del vuelo de pájaros para calcular trayectorias históricas.

El cardenal Torretti, archivista vaticano con rostro de El Greco, los recibió sin sorpresa:

—Sí, Leonardo perfeccionó el arte de leer el futuro en el vuelo de los pájaros. La Iglesia siempre lo supo. ¿Por qué creen que canonizamos a Francisco de Asís?

Cada volumen contenía ecuaciones capaces de predecir eventos futuros como mínimo hasta el año 3847. Según Leonardo, cada aleteo observado correspondía a una variable en ecuaciones que predecían datos exactos.

Berger formó un comité secreto. Menard decodificó las ecuaciones, la neurocientífica Laura Chen medía las vibraciones cada vez más complejas del cuadro, el filósofo Umberto Rossi (autor de Semiótica del Silencio) planteaba las preguntas que nadie quería responder:

—Si sabemos el futuro, ¿seguimos siendo humanos o nos convertimos en actores representando un guión?

La precisión de las predicciones era escandalosa: la invención del telégrafo, el primer trasplante de corazón, las coordenadas del primer alunizaje, incluso el número de visualizaciones del primer video viral de un gato.

Se organizaban en siete categorías que formaban una espiral logarítmica perfecta: inventos (precisión del 97.3%), guerras (89.2%), descubrimientos (94.7%), catástrofes (99.1%), revoluciones (76.5%), arte (100%), y evolución humana (margen de error de ±3 días). La categoría artística alcanzaba precisión absoluta: Leonardo no predecía el arte, parecía que lo programaba.

Berger encontró su nombre en la predicción 847.

Jean-Baptiste Berger, nacido en París en 1982, sostendrá el futuro de la humanidad mientras cuenta las pecas en el rostro de su hija moribunda. Elegirá el silencio.

Fue entonces cuando buscó en el Códice Ornitomántico volúmen VII, que contenía las predicciones médicas (folios 45-78). Leonardo había catalogado cada enfermedad futura con precisión entomológica. La entrada sobre las leucemias linfoblásticas agudas del siglo xxi ocupaba tres páginas. El posible tratamiento, una sola palabra. Una palabra enigmática: Avalleris. Su amigo Menard, políglota obsesivo, no pudo traducirla.

—Avalleris… No es latín clásico ni vulgar. Tal vez un topónimo...

A todo ello, la filtración del asunto Gioconda era inevitable. Le Figaro tituló: ¿La Mona Lisa predice el futuro? El gobierno italiano peleó con el francés exigiendo acceso prioritario. Las multitudes colapsaron el Louvre con nuevos rituales. Algunos llegaban con los ojos vendados, para admirar el arte sin conocer el destino. Otros traían cuadernos para descifrar en los pliegues del vestido las fechas de sus propias muertes. Los más optimistas buscaban en el sfumato evidencia de que Leonardo también había pintado soluciones.

Berger enfrentaba la paradoja de Casandra, pero al revés: tenía en su poder una profetisa que todos creerían. Sus predicciones podían causar pánico mundial.

La sonrisa, mientras tanto, se había vuelto 0,3 milímetros más amplia desde el descubrimiento. Los semiólogos debatían si indicaba diversión, lástima, o simplemente aburrimiento por tener que esperar cinco siglos para que fuera escuchado su «ya lo sabía yo».

Los protocolos de los expertos sugerían tres opciones de actuación:

1) Transferir el cuadro a una bóveda temporal hasta después del año 3847;

2) Pixelar digitalmente la sonrisa para evitar más revelaciones;

3) Crear un museo paralelo donde las predicciones se revelasen gradualmente mediante suscripción premium.

En una reunión secreta, Berger mostró al Primer Ministro una predicción reciente que aseguraba que el gobierno caería en seis meses por el escándalo del Metro de Lyon.

—¿Qué escándalo? —palideció el Ministro—. El Metro de Lyon es un proyecto impecable.

—Lo será —respondió Berger—. Hasta que descubran lo que ustedes enterraron en los cimientos.

Le dieron cuarenta y ocho horas para entregar todas las predicciones.

Esa noche, Berger habló directamente con el cuadro:

—Sé que me escuchas. Sé que eres más que pigmento y aceite —susurró Berger—. Mi hija. La predicción dice «moribunda». Pero ¿qué significa Avalleris?

Las vibraciones formaron palabras audibles:

—Jean... Baptiste... —La voz no venía del cuadro sino de todas partes, como si el aire mismo recordara cómo hablar— No... qué... sino... dónde...

La sonrisa se amplió 0,1 milímetros.

La doctora Chen los interrumpió al amanecer con noticias devastadoras. Habían decodificado una predicción para dentro de setenta y dos horas: atentado terrorista, estación de Châtelet, trescientos muertos, método específico incluido. Tenían que avisar a las fuerzas de seguridad del Estado.

—No tan rápido —dijo el filósofo Rossi con voz de ultratumba—. Si evitamos este desastre, cambiaremos el curso previsto de la historia. Todas las demás predicciones podrían cambiar. Incluyendo los avances, los nuevos descubrimientos, el final de las guerras, las curas médicas… Incluyendo tal vez...

No necesitó terminar. Todos miraron a Berger.

El dilema de los futuros mutuamente excluyentes, lo llamarían después los filósofos. Berger lo llamó «puñetero lunes».

Condujo toda la noche hasta los Alpes con Éloïse dormida en el asiento trasero. Tras mucha investigación, Avalleris había resultado ser una capilla del siglo xii, perdida entre montañas. Mientras su hija exploraba las ruinas, Berger contó las pecas de su rostro reflejado en el retrovisor: cuarenta y siete, como su edad, como la edad de Leonardo al comenzar el retrato de la Gherardini.

En la capilla, un fresco descolorido mostraba a Santa Lucía sosteniendo sus propios ojos en una bandeja. Debajo, una inscripción en latín de estar por casa en el siglo xii:

Ver el futuro no es poder cambiarlo.

Éloïse lo encontró llorando.

—¿Papá?

—Solo admiraba el arte, ma puce. Solo eso.

La decisión final llegó a las 3:17 de la madrugada, de nuevo frente al cuadro. Esta vez, la Gioconda habló con claridad de confesionario:

—Leonardo pintó mil futuros posibles. En novecientos noventa y nueve, la humanidad se destruye. Este es el único donde el arte sobrevive, pero solo si permanece misterioso. Si revelas las predicciones, los humanos dejarán de crear. ¿Para qué escribir si ya todo está dicho? ¿Para qué pintar si ya todo está visto?

—¿Y mi hija?

—En los futuros donde se salva, tú revelas las predicciones. La humanidad pierde el arte, la curiosidad, la esperanza. Los humanos se convierten en espectadores de su propio destino. Ella vive en un mundo muerto.

—¿Y si elijo el silencio?

La sonrisa se amplió otros 0,1 milímetros.

La conferencia de prensa mundial fue un modelo de actuación. Berger mostró datos falsos, análisis erróneos, conclusiones ridículas. Los periodistas se fueron decepcionados pero aliviados. El mundo prefería el misterio a la certeza.

—Por último… —anunció Berger—. La Gioconda será trasladada a una bóveda climática especial. Por tiempo indefinido. Para su protección.

En el hospital, seis meses después, los médicos no podían explicar la remisión completa de Éloïse. «Milagrosa», la llamaron, palabra que la ciencia usa cuando se queda sin vocabulario.

Cuando un día Berger visitó la bóveda, el cuadro ya no vibraba. La sonrisa se había estabilizado en un incremento total de 0,3 milímetros. En el registro de entrada, escribió:

Vine a agradecerle su silencio.

Debajo, con letra que no era la suya, alguien había añadido:

De nada.

De los trece códices vincinianos, doce fueron destruidos en un incendio accidental el 16 de julio de 2029. El decimotercero desapareció de los Archivos Vaticanos esa misma noche. El cardenal Torretti fue encontrado en la Capilla Sixtina, sonriendo exactamente como la Gioconda, muerto al menos cuarenta y ocho horas antes.

Pierre Menard publicó un paper demostrando matemáticamente que sus propios descubrimientos eran imposibles. Se retiró a enseñar acústica básica en Burdeos. La doctora Laura Chen regresó a Beijing, donde algunas veces asegura escuchar vibraciones en pinturas de la dinastía Song. Umberto Rossi nunca volvió a escribir sobre semiótica. Su último libro, Tratado sobre la Bendita Ignorancia, argumenta que el conocimiento perfecto es la única forma de locura incurable. Jean-Baptiste Berger sigue dirigiendo el Louvre. De vez en cuando, a las 3:17 de la madrugada, visita la bóveda donde la Gioconda espera. Ya no hablan. No es necesario.

En el pueblo de Avalleris, la capilla de Santa Lucía se derrumbó de forma inexplicable. Entre las ruinas, los lugareños encontraron un códice que nadie puede leer. Está escrito en un idioma que podría proceder del futuro.

 
 
 

Comments


bottom of page